Las
calles eran las misma, estaban los mismos coches aparcados
consecutivamente como si de un acuerdo entre dueños se tratase. El
rocío de los cristales hacia que resultase complicado ver su
interior por lo que era más rico en posibilidades para imaginar
cuantos cuerpos podrían estar dándose amor en esos vehículos.
Las
farolas, la señora que cada mañana sacaba a pasear a su perro. Un
perro grande, juguetón, desesperado, que tiraba de ella como si
fuera al revés, como si él era el que la paseaba a ella.
Yo, mi
pelo, mis ojeras mañaneras, mi mala hostia seguían siendo las
habituales. Pero había algo que era diferente.
De la
rapidez con la que vivía no me había dado cuenta de todo lo
anterior, pero hoy, quiero pensar que era lo cotidiano eso que mis
ojos captaban.
Esta vez
iba despacio, observando, tranquila, calculadora, hasta que me tope
con esa sonrisa que me paro la vida, o por lo menos, el rumbo al que
me dirigía, pero ¿por qué me resultaba familiar.?
Quizá
también me la cruzaba a diario pero no me había percatado de ella.
Mis ojos decidieron por si solos recorrer su cara, subir lentamente,
hasta que entonces los vi, tenia que haberlo evitado pero no pude, no
lo hice, y ahí estaban, esos ojos verdes, grandes, llenos de cosas
que contarme.
Me
miraba como si hace mucho tiempo hubiéramos firmado un contrato de
felicidad mutua. Sus ojos verdes, justo esos ojos fueron los que mi subconsciente seleccionó para hacerme sentir lo que era vivir
despacio, para disfrutar cada segundo, para perderme en ellos.
Son las
ocho de la mañana, el sol ya ha salido, reluce más de lo habitual,
ahora solo quedan horas para que vuelva a amanecer, seguiré el mismo
procedimiento para asesorarme que la próxima vez sea tu mano la que
se tienda ante la mía, pero ten cuidado, porque justo en ese momento
corres el riesgo de que no quiera soltarla más.
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